miércoles, 26 de agosto de 2015

Todo lo que podría decirte

                                                                                        Buenos Aires, 26 de agosto de 2014
                                                                                                                                      13:15 h

Querido Julio:

Aunque suene excesivamente formal, armado, como de fantasía, y hasta banal, no podría comenzar a escribirte de otra manera. Y es que, pese a que no nos conocimos, me resulta imposible no quererte. Debería incluso decir: “nos resulta imposible”, en esto todos los que participamos en tu homenaje, coincidimos. Sí, homenaje, Julio. Estamos en agosto, en 2014, y si el almanaque no miente como el tiempo, se cumple un centenario de tu nacimiento. Recuerdo, ahora que aparecen las cifras, “Policronías”:

Es increíble pensar que hace doce años
cumplí cincuenta, nada menos.
¿Cómo podía ser tan viejo
hace doce años?

Hoy cumplís 100 desde quién sabe dónde y estás tan presente entre nosotros como cuando escribiste ese poema.

A decir verdad, otra cosa que me resulta imposible es no escuchar tu voz en este momento. Ese tono rasposo que viene de lejos, que “recae como si nunca antes” cada vez que te recuerdo, cada vez que te leo, y más ahora, que estuve escuchando algunas entrevistas que te hicieron allá hace tiempo, en México, París, España…

Hace unos años, recorriendo librerías de usados en Rosario, encontré un CD con tu rostro en la tapa (Cortázar lee a Cortázar), y supe que te habías grabado, reafirmando esa “tentativa de contacto” con el lector a la que hacías constantemente referencia. Te escuché por primera vez en mi cuartito de calle Balcarce. Por el ventanal que daba a un diminuto patio enmohecido entraban los rayos escuálidos de un sol de invierno, como el de hoy, y tu voz flotaba sobre las sábanas revueltas de mi cama y la pila de trabajos por corregir. En ese entonces, trabajaba como profesora, y cada vez que podía agregaba alguno de tus textos a la planificación. Al placer de leerte ligaba el placer de compartirte, nada como un amor tan poco egoísta. Y fue tu magia de nuevo, como la de aquella primera vez que te leí a solas, cuando encontré Un tal Lucas entre las cosas que mis viejos acumulaban en la pieza del patio. Estaba en una caja, junto con otros títulos —olvidables todos— y cuando leí tu nombre le pregunté a mi papá, mitad sorprendida y la otra mitad —la más grande— contenta: “¡Julio Cortázar! ¿De quién es este libro?” En la segunda página tenía escrito con lapicera azul “Para mamá. Aixa Omar RG 020282”. Yo había leído sobre vos en un manual de lengua de la biblioteca, no podía creer que un libro tuyo estuviera abandonado en el cuarto del fondo. Acepté desilusionada la respuesta: “Se lo regalé a tu mamá cuando pedíamos libros por catálogo en la isla, pero ninguno de los dos lo entendió”.

“Ahora que se va poniendo viejo se da cuenta de que no es fácil matarla. Ser una hidra es fácil pero matarla no, porque si bien hay que matar a la hidra cortándole sus numerosas cabezas (de siete a nueve según los autores o bestiarios consultables), es preciso dejarle por lo menos una, puesto que la hidra es el mismo Lucas y lo que él quisiera es salir de la hidra pero quedarse en Lucas, pasar de lo poli a lo unicéfalo”.

¡Cómo deliré con este primer párrafo, Julio! Corrí a buscar el Larousse para saber qué eran la hidra y los bestiarios, ¿qué era un unicéfalo? Creo que lo leí unas siete veces y seguí sin entenderlo —a los 12 años ignoraba muchas cosas—, pero lo amé, te amé profundamente. Entenderte vendría por añadidura, como tus libros a mi biblioteca.


16:45 h

Mirá, encontré este textito en uno de mis cuadernos:
“Desde la cocina veo a Cortázar, podría aceptar un café o una ginebra si no fuera un Cortázar de pintura asfáltica que mi suegra plasmó sobre paspartú, una cabeza de Cortázar pose Facio que pego en todas las paredes de todos los escritorios que armo en cada nuevo departamento que alquilo. Mientras revuelvo el soufflé de zapallitos, imagino que él está realmente acá, en este antro de Congreso; que pasa la puerta y se sienta en una de las sillas de madera, la única sin almohadón; que mira por la ventana, las palomas en los cables enmarañados, la plaza, el Senado… que no aguanta sentado y se acerca a la ventana para prender un Gauloise, como Oliveira, y soplando el humo hacia el centro mismo del vacío, me confiesa: “tengo tantas ganas de escribir que prefiero no pensarlo porque tengo otras cosas que hacer”; así, de la nada, como si nos conociéramos de toda la vida. Y entonces yo lo acompaño a hacer las otras cosas con la ilusión de estar en el momento en que se terminen todas y él se siente a escribir, y yo también, palabras, risas, vino mediante”.

El capítulo 82 de Rayuela comienza con una pregunta: “¿Por qué escribo esto?” Pienso. Por un segundo me engaña el sentido, me confundo, y escribo que para tu centenario, pero entonces retrocedo, me instalo en la reescritura y desde esa islita que se mueve, que navega, me explico —porque primero hay que decirse las cosas a uno mismo— que porque así lo siento. Podría haberme internado en los pasajes de tus cuentos, pasar de la noche (boca arriba) a una mañana de primavera en el acuario; regodearme en lo fantástico, en lo audaz, en lo boom de tu literatura y lo transgresor de tu lenguaje. Pero, Julio, ¿por qué hablar de vos, si puedo, en un arrojo de pietismo radical, hablarte a vos? Retomar tus palabras, colarme en tu cadena epistolar, en tu serie, enajenada hasta un punto modestamente babélico y colgar la conciencia allí donde colgué mi ropa al acostarme
Hablarte, Julio, porque a mí también se me escapan algunas partes y es entre las palabras que logro recuperarme, y porque, como alguna vez le escribiste a Felisberto en una carta que poco tenía de carta, como esta…: “A mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada”, lo cual está muy bien, querido Julio, porque todo lo que podría decirte si nos viéramos es, simplemente, GRACIAS.

Te quiere,
                                                                                                                                  Aixa Rava




lunes, 3 de agosto de 2015

Sedal

Busco un espejo habitable que supere

las fronteras sudadas de mi cuerpo, la

costumbre justificante de la imagen repetida

arterias, pelos, piel, el resplandor del sol,

los libros, el cubo en el que calza

mi vida.

Necesito el espejo, un ombligo

desplazado de sí, de este desastre,

un sedal al tiempo imperturbable —habitable, quiero repetir

y que se entienda: presiona mi mano su perfil

y se hace agua. Pasás como un pez, no es espejismo

espera detrás un placer casi real.

Una troupe de imágenes impresionante:

quetzales, torcazas, colibríes,

en montes, volcanes, nubes que bajan

cada cual con los resortes de su propio desequilibrio

ahí

creamos una hermosa edición de nuestro mundo.

Del polvo amarillento al verde más apetecible,

de los pechos desnudos al cuarzo sepia del pubis.

Quiero hacerte mío, mundo,

bamboleo de partes, mío

venado triste, recuerdo, pupilas,

hacerte mío como un tiro en el momento del sueño,

como ese extraño pensamiento de suicidio,

como un hallazgo en mis venas —sin que me importe nada

como una huida.

Número


Tus palabras más lindas

las pesé —mi locura es innata, sí

y quien conquista el deseo se adueña del tiempo.

Hay que culpar a ese domingo índigo

al agua de los ojos, que tintineaba de amor,

al estilo desenfadado y ese dejarse estar

en un lugar incierto.

—No hay nada más que hacer — mis deseos suelen cumplirse

cuando los números aparecen

y sin tu abrazo, podría morirme en el rincón

llena de maravilloso aire tangible

de infinidad de vos, toda llena de nocturnidad

y mala intención. Pero no,

seguí caminando por vicio

sin desmayo ni tregua. Me gusta

no tener 18.

En dosis pequeñas



Empezar así a desaparecer.

Una complicación que se disgrega

por la fascia, invisible y silenciosa,

motivos que sobran, ideas

que se aniquilan unas a otras.

Empezar así a desaparecer:

vómitos como granos de café

heces con aspecto alquitranado

sudor excesivo —inflamación

de todas las partes del cuerpo.

Los síntomas están, son todos

de la misma enfermedad.

Empezar así a desaparecer,

en dosis pequeñas de dos por día,

después de cuatro

de seis

de ocho

de diez.

La tolerancia se adquiere tarde

como la sabiduría.