Buenos Aires,
26 de agosto de 2014
13:15 h
Querido Julio:
Aunque suene
excesivamente formal, armado, como de fantasía, y hasta banal, no podría comenzar
a escribirte de otra manera. Y es que, pese a que no nos conocimos, me resulta imposible no
quererte. Debería incluso decir: “nos resulta imposible”, en esto todos los que
participamos en tu homenaje, coincidimos. Sí, homenaje, Julio. Estamos en
agosto, en 2014, y si el almanaque no miente como el tiempo, se cumple un
centenario de tu nacimiento. Recuerdo, ahora que aparecen las cifras, “Policronías”:
Es increíble pensar que hace doce años
cumplí cincuenta, nada menos.
¿Cómo podía ser tan viejo
hace doce años?
Hoy cumplís 100 desde
quién sabe dónde y estás tan presente entre nosotros como cuando escribiste ese
poema.
A decir verdad, otra
cosa que me resulta imposible es no escuchar tu voz en este momento. Ese tono
rasposo que viene de lejos, que “recae como si nunca antes” cada vez que te
recuerdo, cada vez que te leo, y más ahora, que estuve escuchando algunas
entrevistas que te hicieron allá hace tiempo, en México, París, España…
Hace unos años,
recorriendo librerías de usados en Rosario, encontré un CD con tu rostro en la
tapa (Cortázar lee a Cortázar), y supe que te habías grabado, reafirmando esa
“tentativa de contacto” con el lector a la que hacías constantemente referencia.
Te escuché por primera vez en mi cuartito de calle Balcarce. Por el ventanal
que daba a un diminuto patio enmohecido entraban los rayos escuálidos de un sol
de invierno, como el de hoy, y tu voz flotaba sobre las sábanas revueltas de mi
cama y la pila de trabajos por corregir. En ese entonces, trabajaba como
profesora, y cada vez que podía agregaba alguno de tus textos a la
planificación. Al placer de leerte ligaba el placer de compartirte, nada como
un amor tan poco egoísta. Y fue tu magia de nuevo, como la de aquella primera
vez que te leí a solas, cuando encontré Un
tal Lucas entre las cosas que mis viejos acumulaban en la pieza del patio. Estaba
en una caja, junto con otros títulos —olvidables todos— y cuando leí tu nombre
le pregunté a mi papá, mitad sorprendida y la otra mitad —la más grande— contenta:
“¡Julio Cortázar! ¿De quién es este libro?” En la segunda página tenía escrito
con lapicera azul “Para mamá. Aixa Omar RG 020282”. Yo había leído sobre vos en
un manual de lengua de la biblioteca, no podía creer que un libro tuyo
estuviera abandonado en el cuarto del fondo. Acepté desilusionada la respuesta:
“Se lo regalé a tu mamá cuando pedíamos libros por catálogo en la isla, pero
ninguno de los dos lo entendió”.
“Ahora que se va poniendo
viejo se da cuenta de que no es fácil matarla. Ser una hidra es fácil pero
matarla no, porque si bien hay que matar a la hidra cortándole sus numerosas
cabezas (de siete a nueve según los autores o bestiarios consultables), es
preciso dejarle por lo menos una, puesto que la hidra es el mismo Lucas y lo
que él quisiera es salir de la hidra pero quedarse en Lucas, pasar de lo poli a
lo unicéfalo”.
¡Cómo deliré con este
primer párrafo, Julio! Corrí a buscar el Larousse para saber qué eran la hidra
y los bestiarios, ¿qué era un unicéfalo? Creo que lo leí unas siete veces y
seguí sin entenderlo —a los 12 años ignoraba muchas cosas—, pero lo amé, te amé
profundamente. Entenderte vendría por añadidura, como tus libros a mi
biblioteca.
16:45 h
Mirá, encontré este
textito en uno de mis cuadernos:
“Desde la cocina veo
a Cortázar, podría aceptar un café o una ginebra si no fuera un Cortázar de
pintura asfáltica que mi suegra plasmó sobre paspartú, una cabeza de Cortázar
pose Facio que pego en todas las paredes de todos los escritorios que armo en
cada nuevo departamento que alquilo. Mientras revuelvo el soufflé de
zapallitos, imagino que él está realmente acá, en este antro de Congreso; que
pasa la puerta y se sienta en una de las sillas de madera, la única sin almohadón;
que mira por la ventana, las palomas en los cables enmarañados, la plaza, el
Senado… que no aguanta sentado y se acerca a la ventana para prender un
Gauloise, como Oliveira, y soplando el humo hacia el centro mismo del vacío, me
confiesa: “tengo tantas ganas de escribir que prefiero no pensarlo porque tengo
otras cosas que hacer”; así, de la nada, como si nos conociéramos de toda la
vida. Y entonces yo lo acompaño a hacer las otras cosas con la ilusión de estar
en el momento en que se terminen todas y él se siente a escribir, y yo también,
palabras, risas, vino mediante”.
El capítulo 82 de Rayuela comienza con una pregunta: “¿Por
qué escribo esto?” Pienso. Por un segundo me engaña el sentido, me confundo, y
escribo que para tu centenario, pero entonces retrocedo, me instalo en la
reescritura y desde esa islita que se mueve, que navega, me explico —porque
primero hay que decirse las cosas a uno mismo— que porque así lo siento. Podría
haberme internado en los pasajes de tus cuentos, pasar de la noche (boca
arriba) a una mañana de primavera en el acuario; regodearme en lo fantástico,
en lo audaz, en lo boom de tu
literatura y lo transgresor de tu lenguaje. Pero, Julio, ¿por qué hablar de
vos, si puedo, en un arrojo de pietismo radical, hablarte a vos? Retomar tus
palabras, colarme en tu cadena epistolar, en tu serie, enajenada hasta un punto modestamente babélico y colgar la conciencia allí donde colgué mi
ropa al acostarme.
Hablarte, Julio, porque a mí también se me escapan
algunas partes y es entre las palabras que logro recuperarme, y porque, como
alguna vez le escribiste a Felisberto en una carta que poco tenía de carta,
como esta…: “A mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme
en nada”, lo cual está muy bien, querido Julio, porque todo lo que podría
decirte si nos viéramos es, simplemente, GRACIAS.
Te quiere,
Aixa Rava
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