miércoles, 19 de noviembre de 2014

Ya sé



En el fondo hay un vacío que supongo

tiene límites.

Todo tiene límites

pienso

también los tiene el vacío

aunque en el pecho se sienta enorme

interminable.

Desde el vacío que a veces

imita la saturación del algodón

se elevan lunas plateadas

renacuajos, dos anguilas.

Un estanque este vacío que me llega

en oleadas rugosas

vibrantes

un estanque con vida propia

se ancla en las manos

en los nudillos fragua derrames

de sangre, ahora lo veo

tornado— ya sé

domingo, 2 de noviembre de 2014

El origen



La forma de la vela cede al capricho

posibilidades de construcción casi infinitas.

La llama vuelca su cuerpo

una vez hacia un lado o hacia el otro

sin consentir la ruta del pabilo.

Entonces el derrame del lago

que estuvo reteniéndose en la cúspide

recorre la ladera, la esculpe, la transforma.

La llena de cordones y en el pie

da origen a una meseta o una montaña.

Así imaginó Dios el mundo,

recreándose a sí mismo

casi constante, así lo quiso,

hasta que cedió él también a su capricho

y creó al hombre.



lunes, 13 de octubre de 2014

Todo es esto



Sigo adelante pasada la primera vuelta.

Nonstop. Embalada, corriendo

como cuando se está a gusto

y se sigue por diversión

porque viene bien y no querés que se termine.

Entonces doblás, te acercás al borde,

le trazás un doble a la saliente,

cambiás de rumbo como de zapatos.

Superás las cinco vueltas y no

no se termina.

Sólo por momentos, vuelve la recta,

atina a quedarse pero es

tan aburrida.



Las curvas son grandes

se extienden

se pronuncian y consumen

más espacio.

Pero el camino es el que se elige

el experimento

la prueba constante.

El momento que se dilata como la curva —sin error.


miércoles, 1 de octubre de 2014

El rastro



Me quedé

en esa llamada —etapa de la niña

il ritornello,

mirando el árbol

subiéndolo

reptándolo

uniéndolo al tiempo.

En el instante último encontré

el bucle infinito de los recuerdos

como un gusano que una y otra vez

pisa el rastro de sí mismo.



Así, toda la tarde

después de que te fuiste.


El té de las sananas

Radio flexible
brillante y amarillo
se estira y rebota
—un bucle sobre tu carita
que mira detrás de la barrera.
Lo volvés a estirar
y lo enredás tras una oreja;
ahora tu mano se mete entre los barrotes
—querés
la taza de Rainbow Brite.

No te acordás, Tatung
—lo que sabés te lo contaron—
que yo servía el té
de las sananas
schhhu, súca
schhhu, zitrone
y vos mirabas desde abajo
al otro lado de la escalera.

Pusiste la taza azul junto a la roja,
la blanca y la verde en el otro extremo
y a mí la rabia
se me atascó en el cuello,
una serie sin fundamento
y otra vuelta a tus ojos
inmensos
todos de agua.
Pero shhhhh, ¿súca?
Mejor así, que sea recuerdo.


martes, 30 de septiembre de 2014

Hace mucho que no



Cuesta mantener la

línea

rectitud. Eso al principio,

incomoda.

Se va achicando el camino,

no hay margen para cortar

cada vez menos

—otra incomodidad la del fin.

Más finito se hace despacio

y a tiempo, puedo cortarme las uñas

o el dedo, queda poco

la tijera es demasiado grande para tan poco.



Hace mucho que no corto papel.

Hace mucho que no corto nada.


lunes, 14 de julio de 2014

Barda

No escucho más que la voz
del viento,
la veo quebrar
instantes como frutos secos.
El valle —un infierno verde—
nos hunde en este desierto
y son dos
los cauces que irrigan tu perfil bermejo.
Yo corrí esa piel muchas veces,
me enredé entre alpatacos
y le di mi carne a las espinas.
Pisé —y resbalé
tus piedras sueltas
y el hueso de algún cocodrilo
enraizado en tu vientre.
Desde el mirador, junto al canal de la ciudad
y la avenida, vi extenderse el campo de golf
—otra conquista
sobre tu parte dormida.
Me sentí libre en tus venas
—creo que también me sentí presa
y me fui antes de morderte más las uñas,
un intento voraz
de escaparle a la locura.


miércoles, 18 de junio de 2014

Un faro sin mar

Me estaba esperando en la galería como todas las tardes de sol en las que no había viento, que eran pocas. Cuando éramos vecinas, le tocaba el timbre todos los días para charlar un rato; pero desde que Jorge había muerto y su familia la había dejado en esta residencia, la visitaba dos o tres veces por semana. Le gustaba sentarse en las sillas blancas del juego de jardín de hierro que estaba del lado izquierdo de la galería, decía que le recordaban a las que había en la chacra de su familia.
—Ay, qué susto me diste, querida, ¿hace mucho que llegaste? Aquella rama se va a caer en cualquier momento.
Tenía la mirada inquieta y, por momentos, parecía que se perdía, que se iba.
—No, recién —contesté y miré hacia el sauce. En efecto, el extremo de una gran rama estaba a centímetros del piso, era un peligro—. Le voy a avisar a Clarisa antes de irme— concluí, mientras me servía un poco de té.
Luisa no tomaba mate, tampoco café, era de las meriendas rituales con infusiones en hebras y dos cucharaditas de miel espesa. Comía poco, casi nada, pero tomaba té todo el día, aunque solo cuando yo venía preparaba todo su juego de porcelana sobre la bandeja de madera tallada que Jorge le había hecho para uno de sus aniversarios. Era lo único que había podido rescatar de su casa, todo lo demás se lo habían vendido sus sobrinas. Luisa y Jorge no tenían hijos.
—Sí, Clarisa está con muchas cosas siempre, no puede ocuparse de todo. Pero fijate que bajás acá nomás y ya se te entierran los pies. A mí me da miedo caminar así, ¿mirá si hay un pozo y me caigo?
Me hablaba a mí, claro, pero no me miraba. Seguía con la vista perdida entre el sauce y el muro, como si estuviera metida entre los recuerdos, vagando en una grieta del tiempo.
—No, Luisa, pero acá qué pozos va a haber, si se ve todo lisito el patio. Igual le vamos a decir a Clarisa lo del pasto, pero pozos acá no hay, no piense en eso. Mire, le traje un almohadón nuevo para poner en la silla. Ese que usa está todo aplastado y le hace mal a las lumbares, este está bien gordito y tiene un dibujo que estoy segura de que le va a gustar.
Saqué el almohadón de la bolsa y se lo alcancé por arriba de la mesa. Las manos de Luisa eran pequeñas y delgadas, muy suaves. A pesar de sus 84 años, no tenían manchas y sus arrugas eran muy poco profundas; al lado de mis manos —gruesas, grandes y usualmente torpes— las suyas se veían preciosas. Tomó el almohadón como si tomara una nube, lo apoyó sobre sus piernas y se quedó contemplando el dibujo con la boca entreabierta. Cuando iba a preguntarle si le gustaba, comenzó a soltar las palabras como corre el agua en las acequias cuando se inicia el riego entre los frutales:
—Éramos muy jóvenes Jorge y yo cuando nos conocimos, te había contado, y los dos soñábamos con viajar. Pero en ese entonces no podíamos, teníamos que trabajar. Él fabricaba muebles con su papá, y yo cosía y bordaba por encargo, como mi mamá y mis hermanas. ¿Sabés cuál era la pasión de Jorge? Porque él siempre hablaba del tenis y las maratones, pero lo que más le gustaba eran los faros. —Apartó la vista nuevamente para mirar el rincón al fondo del patio y sonrió a medias antes de seguir. —Cuando nos casamos, decidimos que todos los años íbamos a visitar un faro distinto, así recorreríamos el mundo, conociendo faros. El primero que visitamos fue el Les Éclaireurs, en una islita ínfima en el canal de Beagle. Jorge tenía alma de isleño. Aunque era amable con todos y siempre estaba de buen humor, él decía que su lugar estaba en una isla así, solitaria, con un faro y el oleaje golpeando las rocas, “ritmo al que se puede tallar la madera”, decía. Pero a mí me gustaba la ciudad, la gente, la casita de barrio… Era linda nuestra casa y el barrio…
Bajó la vista hacia el almohadón y pasó suave la mano sobre el bordado de los árboles y el río. Era la primera vez que Luisa hablaba del barrio y de su casa, siempre hablaba de los muebles y de que se los habían vendido todos. Siempre llorábamos por los muebles, y por Jorge.
—El segundo faro que conocimos fue el del Cabo de Santa María, en Uruguay, durante unas vacaciones que pasamos en La Paloma con ese amigo tenista que teníamos. Después pasamos a los de Italia, esa vez que viajamos con la idea de vender los muebles allá. Jorge tenía primos carpinteros también, ahí por la Toscana, pero ninguno tallaba como él. Ay, ese viaje, lo que caminamos y subimos y bajamos, me canso de solo acordarme. Pero en ese momento no nos importaba nada, teníamos tantas ganas de conocer el mundo. Estuvimos como dos meses y conocimos muchos lugares y muchos faros. El de Livorno me acuerdo, era todo de piedra y estaba sobre unas murallas que parecían de cuento medieval. Al final nos volvimos porque el papá de Jorge se enfermó y él era el único que se podía encargar del negocio acá. Después pasaron muchos años hasta que pudimos volver a viajar, y visitamos la Torre de Hércules, el Finisterre y el Ortegal en Coruña, y el Formentor también, y tantos otros…
Había empezado a correr una leve brisa. Unas nubes poco densas cruzaban el cielo, Luisa miraba el muro otra vez. De repente, sus ojos brillaron como si hubiesen descubierto algo, pero la brisa, más fuerte esta vez, se llevó el brillo y lo perdió en el temblor del pasto. Estaba alto, era cierto, pero pozos seguro que no había. La voz de Luisa volvió a enlazarse con la corriente de sus memorias:
—Un día Jorge se apareció en la ventana de la cocina. Yo estaba cortando unas zanahorias, tenía la ventana enfrente, a la altura de mi cabeza. Me pegué un susto terrible, pensé que un pájaro había chocado contra el vidrio, pero lo vi a él con la gorra ladeada, todo lleno de aserrín y con un diario en la mano. Me mostraba una foto chiquitita que entre las hojas de la Santa Rita yo no alcanzaba a ver bien. Así que dejé todo y salí. Estaba eufórico, me dijo: “mirá, un faro sin mar, ¡en Bolivia!”, y leyó: “El Faro de Conchupata es el orgullo orureño desde el 7 de noviembre de 1851, porque en este histórico lugar se izó por primera vez la bandera tricolor boliviana… Tenemos que ir, Luisita, ese es un faro fuera de serie”. Yo no entendí nunca qué sentido tenía hacer un faro que no cumpliera la función de faro, pero le dije que sí, porque a mí me seguía gustando viajar y a Bolivia todavía no habíamos ido. Y viste cómo son las cosas, nena, uno nunca sabe para dónde te va a llevar la vida. Ya entonces no éramos tan pibes. Uno no se da cuenta, pasa un año y otro y otro, y cuando te querés acordar…
El silencio nos ganó por un rato. Se estaba poniendo fresco y la brisa, ya constante y arenada, comenzaba a picar los ojos. Le propuse a Luisa que entráramos y preparáramos otra tetera. Seguro que Clarisa ya había vuelto de hacer las compras, al menos alguien comería estas masas, a ella sí que le gustaba comer.
Luisa me miró complaciente, me alcanzó el almohadón para que se lo llevara adentro y cuando estaba a punto de levantarse, volvió la vista hacia el muro y su sonrisa no pudo ser más hermosa.
—Mirá, ahí está otra vez —dijo, invitándome a que me acercara adonde estaba— ahí se forma de nuevo, a como da la luz lo ves o no lo ves, tan pequeñito…— Su mano se extendió hacia el rincón lejano del patio al que había estado mirando toda la tarde. Entre la rama extenuada del sauce y los ladrillos desiguales del muro, aparecía una grieta tan profunda que en el extremo superior se abría en un agujero y dejaba ver el césped seco y amarillo del otro lado. Según se asomara el sol entre las nubes y vibraran sus rayos sobre el pasto que se mecía con la brisa, el agujero parecía una luz intermitente y todo el recorrido de la fractura tomaba la forma fugaz de un pequeño faro.   


sábado, 7 de junio de 2014

Corazón de aire

Mamá hace pan
como yo dibujo con crayones la pared
—así de fácil
como mi hermano ríe
desde la cuna cuando la ve
—así de natural
como si fuera panadera
y no maestra.
Gira la masa,
la dobla sobre sí misma,
engendra un corazón de aire
y lo presiona
con la intensidad de una caricia.
La mesada se templa para recibir la harina,
dan ganas de acostarse encima
con la panza desnuda
—la tibieza del pan se huele cinco horas antes.
Mamá hace panes trenzados,
como varas, como hogazas,
con cruces o rayitas,
panes integrales,
de leche, con semillas
y agua de azahar para las Fiestas.
Nunca le salen igual —eso ya es regla—
“a ojo” siempre dice
y todo, todo le queda tan rico.
Cuando los bollos están
engordando bajo el repasador
y se renueva la advertencia de no entrar
a la cocina, yo le voy avisando a mi estómago
que se prepare. Con Tatung no nos alejamos 
ni dos pasos de la mesa.


jueves, 3 de abril de 2014

Entre todas las cosas

En tu casa, las puertas están abiertas
y una ventana —que ocupa toda la pared
me deja ver el mundo que se mueve
junto a tu mundo.

En tu casa, un sillón rojo espera
mis curvas magras
mis rodillas que crepitan al doblarse
mi cabeza que no deja de pensar
—y me abraza.

En tu casa hay una gata que duerme
y come, nada más
se pasea y nos mira —cuando quiere,
no se deja tocar y suelta sus esporas
como suelto yo mi gesto ensimismado
sobre tu suelo.

En tu casa hay una cama que es mía
por unos días
una biblioteca blanca que es un sueño
una escalera verde agua
una bicicleta roja y un maneki neko
dorado que interrumpe
esta zona de silencio

y estás vos, entre todas las cosas,
leyendo every single night
Fuegos
en el único cuarto que no puedo recordar.



miércoles, 26 de febrero de 2014

Retro

Pasa una burbuja por la terraza
—flota con un círculo brillante en el medio
gigante, redondo
con alguien adentro.
La terraza a esta hora
tantas veces
tantas noches
atrás
¿y cuántas más?
La birra me marea
—un poco más cada día—
me sostengo de un caño que extiende su brazo                                              
no miro
p
a
r
a
a
b
a
j
o
—me río.
Por momentos siento que me pican
las piernas unas arañitas negras
casi invisibles —pienso en una película,
recuerdo a la niña en el piano
pero no el nombre
—me tienta pensar un nombre—.
Pienso entonces en veladores
que también flotan
o están quietos al ras del piso
como cuando estuve con bronquitis—
otro retroceso, retraso
retro-chic —ay, el pasado.

Nos reímos. Todos entendimos el chiste.
Sabemos de inconsciente colectivo
del mismo sur del que venimos —hay mensajes
que no se pueden evitar.
Otra burbuja —la tercera—

¿y cuántas más?

jueves, 13 de febrero de 2014

El momento

Hace espuma con el agua
sumergido por entero
está feliz y eso alcanza

—siempre alcanza la felicidad
de un momento,
dicen por ahí.

Cuando la mira se ríe
y se le agrandan las pupilas
intensas como el chocolate.
Quién pudiera volver a la bañera
y a los juguetes
a la creación de la espuma
—la vasta felicidad sin nombre
un momento de agua con mirada de madre

obnubilada.

La gaviota

Chillaba.
Se había tensado toda
desde la cabecita
y golpeaba la mesa con las patitas crispadas
—un golpe por cada grito del estómago,
chillaba
y le daba a la madera.

La baba le caía al costado del pico,
rojas las mejillas.
Ya viene, sentate —le decían—
chillaba igual
y pinchaba el aire con el tenedor medio torcido.

De repente se queda muda
y mira,
sabemos que el silencio
se le escapa
pero ignoramos las lágrimas
gordas, espesas,
un milisegundo antes del zarpazo,
del grito triunfal y las ansias demoradas.

El instante posterior
es el caos sin entrañas.
Toda la polenta con salchichas
reventándole las lágrimas
gordas y espesas
—hambre de pichón
chorreándole las alas
desde la cabecita que
chillaba.