sábado, 20 de febrero de 2016

A orillas nomás



El tren se frenó en Cerbère

y el maquinista recorrió los vagones pitando el descenso.

Tres horas de espera entre las rocas

un pueblo menudo

a orillas nomás del Mediterráneo.



Subimos con las valijas una calle empinada

sorteamos escaleras, cercas, un patio.

A nuestro paso, constante, el mar del medio asfixia

de tan amplio

—crece, gira, se abre más

no cabe toda el agua en estos ojos y la sal

que respiro con las tripas.

¿No surcan ya los mitos esas olas,

no abordan la península de bloques blancos?

Quizá cruzando el puente de los arcos

entre nosotros, los mil habitantes, los autos

aquellas casas de colores y persianas bajas.

El olvido se entreteje con los nombres y dan

las seis de la tarde.



Se me hace lúgubre, esplendoroso

el Hotel Belvédère du Rayon Vert arriba

como un barco decó

del Mediterráneo.

Más allá, al norte

está el molino rojo, los museos, las calles circulares,

el Sena inmenso y esa vista que brilla

y es tan hermosa

desde cualquier parte.

Estancia



Mi casa es otro cuerpo

y yo aprendo de su respiración

de su descanso, de su trabajo

mientras la habito.

El ruido de los órganos que se acomodan

el pitido del lavarropas, la cortina

golpeando el marco de aluminio,

el hielo de la heladera

y su crack —mi casa tiene ritmo.



Funciona mecánicamente en paralelo

a las corridas tempestuosas sobre la escalera,

a las bisagras y los golpes de la madera,

la urgencia del baño y el llamado

del horno y la comida.

Encastra

su engranaje a nuestra estancia

al flujo constante de vida, mirá

cómo se agita cuando abrimos la ventana

y entran con el viento

revoltijos de hojas; así

dejémosla ligeramente abierta

por unas horas, todo cuerpo

precisa del reposo.

Arañas



Esa inmunda costumbre

de pegar los pelos como madejas

en los azulejos de la ducha.

Cuando estoy sin lentes

son arañas inmóviles que entretejen

el agua que cae desde mis pechos hasta mi pubis

—áspera se me hace. No me gusta

que me miren mientras me baño.