Tatung
pone el mate sobre la mesa,
lleno
de yerba suave hasta la mitad;
la
miro entrar por quinta vez a la cocina
y volver con la pava y el repasador de las frutitas.
Sabe
que no me gusta que me hablen cuando leo,
y yo
sé que le gusta hablarme mientras ceba.
Dejo
los libros
y
también subo las piernas a la mesa.
Nos miramos antes de entrar en las palabras
como
si volviéramos otra vez a ser dos niñas,
bajo
el árbol de casa,
planeando
construirnos otra vida.
—Las
llaves estaban sobre la mesa del living
y
estaba durmiendo en el escritorio.
—¿Te
dijo algo cuando se levantó?
—Seguía
durmiendo cuando me vine.
—…
Nos
miramos de nuevo como mujeres,
el
agua ayerbada entre la saliva,
amarga, caliente, anodina.
—Me
tengo que depilar.
—Sí,
yo también.
—Qué
al pedo, ¿no?
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