jueves, 13 de febrero de 2014

La gaviota

Chillaba.
Se había tensado toda
desde la cabecita
y golpeaba la mesa con las patitas crispadas
—un golpe por cada grito del estómago,
chillaba
y le daba a la madera.

La baba le caía al costado del pico,
rojas las mejillas.
Ya viene, sentate —le decían—
chillaba igual
y pinchaba el aire con el tenedor medio torcido.

De repente se queda muda
y mira,
sabemos que el silencio
se le escapa
pero ignoramos las lágrimas
gordas, espesas,
un milisegundo antes del zarpazo,
del grito triunfal y las ansias demoradas.

El instante posterior
es el caos sin entrañas.
Toda la polenta con salchichas
reventándole las lágrimas
gordas y espesas
—hambre de pichón
chorreándole las alas
desde la cabecita que
chillaba.


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