Chillaba.
Se había tensado
toda
desde la cabecita
y golpeaba la mesa
con las patitas crispadas
—un golpe por cada
grito del estómago,
chillaba
y le daba a la
madera.
La baba le caía al
costado del pico,
rojas las
mejillas.
Ya viene, sentate
—le decían—
chillaba igual
y pinchaba el aire
con el tenedor medio torcido.
De repente se
queda muda
y mira,
sabemos que el
silencio
se le escapa
pero ignoramos las
lágrimas
gordas, espesas,
un milisegundo
antes del zarpazo,
del grito triunfal
y las ansias demoradas.
El instante posterior
es el caos sin
entrañas.
Toda la polenta
con salchichas
reventándole las
lágrimas
gordas y espesas
—hambre de pichón
chorreándole las
alas
desde la cabecita
que
chillaba.
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