Cada vez que
se muere es como la primera vez, igual de aterradora, igual de desesperante,
igual de mortal. El instinto le indica todas las veces lo que tiene que hacer,
pero sus esfuerzos no son suficientes, tiene que morir.
Las imágenes
de la primera muerte son confusas, discontinuas y tienen música. El comienzo
está en el garaje de la casa de sus abuelos. El cuadro completo los muestra a
ellos y a la tía Pilar despidiéndolos con las manos, a su madre arrancando el
auto mientras le pregunta si quiere otro helado y a él mirando cómo atraviesan
el jardín hacia la calle 62. Entonces el cuadro cambia y ahora sólo están él,
su madre y Elvis cantando por la 62. La tarde aún tiene sol para dos horas,
pero el viaje nunca dura más de cuarenta minutos. Su madre y Elvis hacen un dúo
perfecto, él los acompaña de a ratos. Le gusta más escucharlos mientras mira a
su madre, que cada vez está más linda, cada vez canta mejor, cada vez la quiere
más.
Quizás, si
la hubiera mirado menos, habría visto al conejo cruzar la ruta o al pájaro
volando hacia el parabrisas, pero todas las veces sólo la mira a ella y todo se
hace agua muy rápido, agua y algas y mamá apresada en el asiento con la cabeza
partida al medio. Mamá y sangre, mamá y miedo. Él trata de sacarla, pero su
cinturón no cede; trata de despertarla, pero no puede; trata de respirar, pero
no quiere. Entonces, nada. Sus brazos se alzan para empujar el agua con toda la
fuerza de la que es capaz un niño de siete años, pero sólo hace burbujas que mueven
las algas y la tierra que borra a mamá antes de que él pueda alcanzar el aire,
la superficie, la gente, la vida. Mamá reaparece entre el cansancio, lo besa
con esos labios que tanto le gustan, lo abraza, lo aprieta fuerte contra ese
cuerpo ahogado como su cuerpo.
La segunda
muerte también llega en auto, que no es ni rojo ni convertible. Es el Taunus
celeste de su hermano. Esta vez, el que conduce es él, mientras su hermano le
alcanza la quinta cerveza de la tarde. Anochece y van hacia el mirador del este
para encontrarse con los pibes. Suena el lado B del casete, raja el aire la
guitarra de Eddie Van Halen. Aprieta el acelerador, la música lo pide, su
hermano lo pide golpeando el tablero. Y entonces sucede, la lata se le cae y le
moja la pierna derecha, pisa mal el acelerador justo cuando su hermano
enloquece y saca medio cuerpo por la ventanilla. Pierden el control sobre la
curva que delinea el precipicio. No hay tiempo, no hay margen, y la tierra como
el agua se hace aire, y tierra de nuevo, y luego fuego.
Esta muerte
es rápida, llega de golpe, como esa ráfaga de viento que deshojó los árboles
del otro lado de las rejas. Ya la conoce, la sintió otras veces: irreversible,
certera, mezquina. Esta madrugada, sin embargo, viene más negra que nunca. Le
horada la culpa, le escupe recuerdos, le enquista los miembros, le eriza la
piel, y en el núcleo del miedo, le susurra, severa: “mañana te juzgan y vuelvo
por vos”.