domingo, 4 de agosto de 2013

Pacul

Cada vez que se muere es como la primera vez, igual de aterradora, igual de desesperante, igual de mortal. El instinto le indica todas las veces lo que tiene que hacer, pero sus esfuerzos no son suficientes, tiene que morir.
Las imágenes de la primera muerte son confusas, discontinuas y tienen música. El comienzo está en el garaje de la casa de sus abuelos. El cuadro completo los muestra a ellos y a la tía Pilar despidiéndolos con las manos, a su madre arrancando el auto mientras le pregunta si quiere otro helado y a él mirando cómo atraviesan el jardín hacia la calle 62. Entonces el cuadro cambia y ahora sólo están él, su madre y Elvis cantando por la 62. La tarde aún tiene sol para dos horas, pero el viaje nunca dura más de cuarenta minutos. Su madre y Elvis hacen un dúo perfecto, él los acompaña de a ratos. Le gusta más escucharlos mientras mira a su madre, que cada vez está más linda, cada vez canta mejor, cada vez la quiere más.
Quizás, si la hubiera mirado menos, habría visto al conejo cruzar la ruta o al pájaro volando hacia el parabrisas, pero todas las veces sólo la mira a ella y todo se hace agua muy rápido, agua y algas y mamá apresada en el asiento con la cabeza partida al medio. Mamá y sangre, mamá y miedo. Él trata de sacarla, pero su cinturón no cede; trata de despertarla, pero no puede; trata de respirar, pero no quiere. Entonces, nada. Sus brazos se alzan para empujar el agua con toda la fuerza de la que es capaz un niño de siete años, pero sólo hace burbujas que mueven las algas y la tierra que borra a mamá antes de que él pueda alcanzar el aire, la superficie, la gente, la vida. Mamá reaparece entre el cansancio, lo besa con esos labios que tanto le gustan, lo abraza, lo aprieta fuerte contra ese cuerpo ahogado como su cuerpo.
La segunda muerte también llega en auto, que no es ni rojo ni convertible. Es el Taunus celeste de su hermano. Esta vez, el que conduce es él, mientras su hermano le alcanza la quinta cerveza de la tarde. Anochece y van hacia el mirador del este para encontrarse con los pibes. Suena el lado B del casete, raja el aire la guitarra de Eddie Van Halen. Aprieta el acelerador, la música lo pide, su hermano lo pide golpeando el tablero. Y entonces sucede, la lata se le cae y le moja la pierna derecha, pisa mal el acelerador justo cuando su hermano enloquece y saca medio cuerpo por la ventanilla. Pierden el control sobre la curva que delinea el precipicio. No hay tiempo, no hay margen, y la tierra como el agua se hace aire, y tierra de nuevo, y luego fuego.

Esta muerte es rápida, llega de golpe, como esa ráfaga de viento que deshojó los árboles del otro lado de las rejas. Ya la conoce, la sintió otras veces: irreversible, certera, mezquina. Esta madrugada, sin embargo, viene más negra que nunca. Le horada la culpa, le escupe recuerdos, le enquista los miembros, le eriza la piel, y en el núcleo del miedo, le susurra, severa: “mañana te juzgan y vuelvo por vos”.

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