miércoles, 18 de junio de 2014

Un faro sin mar

Me estaba esperando en la galería como todas las tardes de sol en las que no había viento, que eran pocas. Cuando éramos vecinas, le tocaba el timbre todos los días para charlar un rato; pero desde que Jorge había muerto y su familia la había dejado en esta residencia, la visitaba dos o tres veces por semana. Le gustaba sentarse en las sillas blancas del juego de jardín de hierro que estaba del lado izquierdo de la galería, decía que le recordaban a las que había en la chacra de su familia.
—Ay, qué susto me diste, querida, ¿hace mucho que llegaste? Aquella rama se va a caer en cualquier momento.
Tenía la mirada inquieta y, por momentos, parecía que se perdía, que se iba.
—No, recién —contesté y miré hacia el sauce. En efecto, el extremo de una gran rama estaba a centímetros del piso, era un peligro—. Le voy a avisar a Clarisa antes de irme— concluí, mientras me servía un poco de té.
Luisa no tomaba mate, tampoco café, era de las meriendas rituales con infusiones en hebras y dos cucharaditas de miel espesa. Comía poco, casi nada, pero tomaba té todo el día, aunque solo cuando yo venía preparaba todo su juego de porcelana sobre la bandeja de madera tallada que Jorge le había hecho para uno de sus aniversarios. Era lo único que había podido rescatar de su casa, todo lo demás se lo habían vendido sus sobrinas. Luisa y Jorge no tenían hijos.
—Sí, Clarisa está con muchas cosas siempre, no puede ocuparse de todo. Pero fijate que bajás acá nomás y ya se te entierran los pies. A mí me da miedo caminar así, ¿mirá si hay un pozo y me caigo?
Me hablaba a mí, claro, pero no me miraba. Seguía con la vista perdida entre el sauce y el muro, como si estuviera metida entre los recuerdos, vagando en una grieta del tiempo.
—No, Luisa, pero acá qué pozos va a haber, si se ve todo lisito el patio. Igual le vamos a decir a Clarisa lo del pasto, pero pozos acá no hay, no piense en eso. Mire, le traje un almohadón nuevo para poner en la silla. Ese que usa está todo aplastado y le hace mal a las lumbares, este está bien gordito y tiene un dibujo que estoy segura de que le va a gustar.
Saqué el almohadón de la bolsa y se lo alcancé por arriba de la mesa. Las manos de Luisa eran pequeñas y delgadas, muy suaves. A pesar de sus 84 años, no tenían manchas y sus arrugas eran muy poco profundas; al lado de mis manos —gruesas, grandes y usualmente torpes— las suyas se veían preciosas. Tomó el almohadón como si tomara una nube, lo apoyó sobre sus piernas y se quedó contemplando el dibujo con la boca entreabierta. Cuando iba a preguntarle si le gustaba, comenzó a soltar las palabras como corre el agua en las acequias cuando se inicia el riego entre los frutales:
—Éramos muy jóvenes Jorge y yo cuando nos conocimos, te había contado, y los dos soñábamos con viajar. Pero en ese entonces no podíamos, teníamos que trabajar. Él fabricaba muebles con su papá, y yo cosía y bordaba por encargo, como mi mamá y mis hermanas. ¿Sabés cuál era la pasión de Jorge? Porque él siempre hablaba del tenis y las maratones, pero lo que más le gustaba eran los faros. —Apartó la vista nuevamente para mirar el rincón al fondo del patio y sonrió a medias antes de seguir. —Cuando nos casamos, decidimos que todos los años íbamos a visitar un faro distinto, así recorreríamos el mundo, conociendo faros. El primero que visitamos fue el Les Éclaireurs, en una islita ínfima en el canal de Beagle. Jorge tenía alma de isleño. Aunque era amable con todos y siempre estaba de buen humor, él decía que su lugar estaba en una isla así, solitaria, con un faro y el oleaje golpeando las rocas, “ritmo al que se puede tallar la madera”, decía. Pero a mí me gustaba la ciudad, la gente, la casita de barrio… Era linda nuestra casa y el barrio…
Bajó la vista hacia el almohadón y pasó suave la mano sobre el bordado de los árboles y el río. Era la primera vez que Luisa hablaba del barrio y de su casa, siempre hablaba de los muebles y de que se los habían vendido todos. Siempre llorábamos por los muebles, y por Jorge.
—El segundo faro que conocimos fue el del Cabo de Santa María, en Uruguay, durante unas vacaciones que pasamos en La Paloma con ese amigo tenista que teníamos. Después pasamos a los de Italia, esa vez que viajamos con la idea de vender los muebles allá. Jorge tenía primos carpinteros también, ahí por la Toscana, pero ninguno tallaba como él. Ay, ese viaje, lo que caminamos y subimos y bajamos, me canso de solo acordarme. Pero en ese momento no nos importaba nada, teníamos tantas ganas de conocer el mundo. Estuvimos como dos meses y conocimos muchos lugares y muchos faros. El de Livorno me acuerdo, era todo de piedra y estaba sobre unas murallas que parecían de cuento medieval. Al final nos volvimos porque el papá de Jorge se enfermó y él era el único que se podía encargar del negocio acá. Después pasaron muchos años hasta que pudimos volver a viajar, y visitamos la Torre de Hércules, el Finisterre y el Ortegal en Coruña, y el Formentor también, y tantos otros…
Había empezado a correr una leve brisa. Unas nubes poco densas cruzaban el cielo, Luisa miraba el muro otra vez. De repente, sus ojos brillaron como si hubiesen descubierto algo, pero la brisa, más fuerte esta vez, se llevó el brillo y lo perdió en el temblor del pasto. Estaba alto, era cierto, pero pozos seguro que no había. La voz de Luisa volvió a enlazarse con la corriente de sus memorias:
—Un día Jorge se apareció en la ventana de la cocina. Yo estaba cortando unas zanahorias, tenía la ventana enfrente, a la altura de mi cabeza. Me pegué un susto terrible, pensé que un pájaro había chocado contra el vidrio, pero lo vi a él con la gorra ladeada, todo lleno de aserrín y con un diario en la mano. Me mostraba una foto chiquitita que entre las hojas de la Santa Rita yo no alcanzaba a ver bien. Así que dejé todo y salí. Estaba eufórico, me dijo: “mirá, un faro sin mar, ¡en Bolivia!”, y leyó: “El Faro de Conchupata es el orgullo orureño desde el 7 de noviembre de 1851, porque en este histórico lugar se izó por primera vez la bandera tricolor boliviana… Tenemos que ir, Luisita, ese es un faro fuera de serie”. Yo no entendí nunca qué sentido tenía hacer un faro que no cumpliera la función de faro, pero le dije que sí, porque a mí me seguía gustando viajar y a Bolivia todavía no habíamos ido. Y viste cómo son las cosas, nena, uno nunca sabe para dónde te va a llevar la vida. Ya entonces no éramos tan pibes. Uno no se da cuenta, pasa un año y otro y otro, y cuando te querés acordar…
El silencio nos ganó por un rato. Se estaba poniendo fresco y la brisa, ya constante y arenada, comenzaba a picar los ojos. Le propuse a Luisa que entráramos y preparáramos otra tetera. Seguro que Clarisa ya había vuelto de hacer las compras, al menos alguien comería estas masas, a ella sí que le gustaba comer.
Luisa me miró complaciente, me alcanzó el almohadón para que se lo llevara adentro y cuando estaba a punto de levantarse, volvió la vista hacia el muro y su sonrisa no pudo ser más hermosa.
—Mirá, ahí está otra vez —dijo, invitándome a que me acercara adonde estaba— ahí se forma de nuevo, a como da la luz lo ves o no lo ves, tan pequeñito…— Su mano se extendió hacia el rincón lejano del patio al que había estado mirando toda la tarde. Entre la rama extenuada del sauce y los ladrillos desiguales del muro, aparecía una grieta tan profunda que en el extremo superior se abría en un agujero y dejaba ver el césped seco y amarillo del otro lado. Según se asomara el sol entre las nubes y vibraran sus rayos sobre el pasto que se mecía con la brisa, el agujero parecía una luz intermitente y todo el recorrido de la fractura tomaba la forma fugaz de un pequeño faro.   


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