Me estaba esperando en la galería
como todas las tardes de sol en las que no había viento, que eran pocas. Cuando
éramos vecinas, le tocaba el timbre todos los días para charlar un rato; pero
desde que Jorge había muerto y su familia la había dejado en esta residencia,
la visitaba dos o tres veces por semana. Le gustaba sentarse en las sillas
blancas del juego de jardín de hierro que estaba del lado izquierdo de la
galería, decía que le recordaban a las que había en la chacra de su familia.
—Ay, qué susto me diste, querida,
¿hace mucho que llegaste? Aquella rama se va a caer en cualquier momento.
Tenía la mirada inquieta y, por
momentos, parecía que se perdía, que se iba.
—No, recién —contesté y miré hacia el
sauce. En efecto, el extremo de una gran rama estaba a centímetros del piso,
era un peligro—. Le voy a avisar a Clarisa antes de irme— concluí, mientras me
servía un poco de té.
Luisa no tomaba mate, tampoco café,
era de las meriendas rituales con infusiones en hebras y dos cucharaditas de
miel espesa. Comía poco, casi nada, pero tomaba té todo el día, aunque solo cuando
yo venía preparaba todo su juego de porcelana sobre la bandeja de madera
tallada que Jorge le había hecho para uno de sus aniversarios. Era lo único que
había podido rescatar de su casa, todo lo demás se lo habían vendido sus
sobrinas. Luisa y Jorge no tenían hijos.
—Sí, Clarisa está con muchas cosas
siempre, no puede ocuparse de todo. Pero fijate que bajás acá nomás y ya se te
entierran los pies. A mí me da miedo caminar así, ¿mirá si hay un pozo y me
caigo?
Me hablaba a mí, claro, pero no me
miraba. Seguía con la vista perdida entre el sauce y el muro, como si estuviera
metida entre los recuerdos, vagando en una grieta del tiempo.
—No, Luisa, pero acá qué pozos va a
haber, si se ve todo lisito el patio. Igual le vamos a decir a Clarisa lo del
pasto, pero pozos acá no hay, no piense en eso. Mire, le traje un almohadón
nuevo para poner en la silla. Ese que usa está todo aplastado y le hace mal a
las lumbares, este está bien gordito y tiene un dibujo que estoy segura de que
le va a gustar.
Saqué el almohadón de la bolsa y se
lo alcancé por arriba de la mesa. Las manos de Luisa eran pequeñas y delgadas, muy
suaves. A pesar de sus 84 años, no tenían manchas y sus arrugas eran muy poco
profundas; al lado de mis manos —gruesas, grandes y usualmente torpes— las
suyas se veían preciosas. Tomó el almohadón como si tomara una nube, lo apoyó
sobre sus piernas y se quedó contemplando el dibujo con la boca entreabierta.
Cuando iba a preguntarle si le gustaba, comenzó a soltar las palabras como corre
el agua en las acequias cuando se inicia el riego entre los frutales:
—Éramos muy jóvenes Jorge y yo cuando
nos conocimos, te había contado, y los dos soñábamos con viajar. Pero en ese
entonces no podíamos, teníamos que trabajar. Él fabricaba muebles con su papá,
y yo cosía y bordaba por encargo, como mi mamá y mis hermanas. ¿Sabés cuál era
la pasión de Jorge? Porque él siempre hablaba del tenis y las maratones, pero
lo que más le gustaba eran los faros. —Apartó la vista nuevamente para mirar el
rincón al fondo del patio y sonrió a medias antes de seguir. —Cuando nos
casamos, decidimos que todos los años íbamos a visitar un faro distinto, así
recorreríamos el mundo, conociendo faros. El primero que visitamos fue el Les
Éclaireurs, en una islita ínfima en el canal de Beagle. Jorge tenía alma de
isleño. Aunque era amable con todos y siempre estaba de buen humor, él decía
que su lugar estaba en una isla así, solitaria, con un faro y el oleaje
golpeando las rocas, “ritmo al que se puede tallar la madera”, decía. Pero a mí
me gustaba la ciudad, la gente, la casita de barrio… Era linda nuestra casa y
el barrio…
Bajó la vista hacia el almohadón y
pasó suave la mano sobre el bordado de los árboles y el río. Era la primera vez
que Luisa hablaba del barrio y de su casa, siempre hablaba de los muebles y de
que se los habían vendido todos. Siempre llorábamos por los muebles, y por
Jorge.
—El segundo faro que conocimos fue el
del Cabo de Santa María, en Uruguay, durante unas vacaciones que pasamos en La
Paloma con ese amigo tenista que teníamos. Después pasamos a los de Italia, esa
vez que viajamos con la idea de vender los muebles allá. Jorge tenía primos
carpinteros también, ahí por la Toscana, pero ninguno tallaba como él. Ay, ese
viaje, lo que caminamos y subimos y bajamos, me canso de solo acordarme. Pero
en ese momento no nos importaba nada, teníamos tantas ganas de conocer el mundo.
Estuvimos como dos meses y conocimos muchos lugares y muchos faros. El de Livorno
me acuerdo, era todo de piedra y estaba sobre unas murallas que parecían de
cuento medieval. Al final nos volvimos porque el papá de Jorge se enfermó y él
era el único que se podía encargar del negocio acá. Después pasaron muchos años
hasta que pudimos volver a viajar, y visitamos la Torre de Hércules, el
Finisterre y el Ortegal en Coruña, y el Formentor también, y tantos otros…
Había empezado a correr una leve
brisa. Unas nubes poco densas cruzaban el cielo, Luisa miraba el muro otra vez.
De repente, sus ojos brillaron como si hubiesen descubierto algo, pero la
brisa, más fuerte esta vez, se llevó el brillo y lo perdió en el temblor del
pasto. Estaba alto, era cierto, pero pozos seguro que no había. La voz de Luisa
volvió a enlazarse con la corriente de sus memorias:
—Un día Jorge se apareció en la
ventana de la cocina. Yo estaba cortando unas zanahorias, tenía la ventana
enfrente, a la altura de mi cabeza. Me pegué un susto terrible, pensé que un
pájaro había chocado contra el vidrio, pero lo vi a él con la gorra ladeada,
todo lleno de aserrín y con un diario en la mano. Me mostraba una foto chiquitita
que entre las hojas de la Santa Rita yo no alcanzaba a ver bien. Así que dejé
todo y salí. Estaba eufórico, me dijo: “mirá, un faro sin mar, ¡en Bolivia!”, y
leyó: “El Faro de Conchupata es el orgullo orureño
desde el 7 de noviembre de 1851, porque en este histórico lugar se izó por
primera vez la bandera tricolor boliviana… Tenemos que ir, Luisita, ese es un
faro fuera de serie”. Yo no entendí nunca qué sentido tenía hacer un faro que
no cumpliera la función de faro, pero le dije que sí, porque a mí me seguía
gustando viajar y a Bolivia todavía no habíamos ido. Y viste cómo son las
cosas, nena, uno nunca sabe para dónde te va a llevar la vida. Ya entonces no
éramos tan pibes. Uno no se da cuenta, pasa un año y otro y otro, y cuando te
querés acordar…
El silencio nos ganó por un rato. Se
estaba poniendo fresco y la brisa, ya constante y arenada, comenzaba a picar
los ojos. Le propuse a Luisa que entráramos y preparáramos otra tetera. Seguro
que Clarisa ya había vuelto de hacer las compras, al menos alguien comería
estas masas, a ella sí que le gustaba comer.
Luisa me miró complaciente, me
alcanzó el almohadón para que se lo llevara adentro y cuando estaba a punto de
levantarse, volvió la vista hacia el muro y su sonrisa no pudo ser más hermosa.
—Mirá, ahí está otra vez —dijo, invitándome a
que me acercara adonde estaba— ahí se forma de nuevo, a como da la luz lo ves o
no lo ves, tan pequeñito…— Su mano se extendió hacia el rincón lejano del patio
al que había estado mirando toda la tarde. Entre la rama extenuada del sauce y
los ladrillos desiguales del muro, aparecía una grieta tan profunda que en el
extremo superior se abría en un agujero y dejaba ver el césped seco y amarillo
del otro lado. Según se asomara el sol entre las nubes y vibraran sus rayos
sobre el pasto que se mecía con la brisa, el agujero parecía una luz intermitente
y todo el recorrido de la fractura tomaba la forma fugaz de un pequeño faro.
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