La luz rodea el
verano en el recuerdo,
aquí la sombra
deambula con los niños;
entre turberas y
fiordos, los glaciares
hacen que el hielo
se vuelva un enemigo.
En esta isla, la
sangre se congela,
la piel se raja,
la voz se hace chillido;
y hasta las
bestias, las plantas, los caminos
creen que la nieve
es ajena al paraíso.
Y es que no hay
cardos, sudor, no hay regocijo
de tambos, de
granjas ni de silos;
y si hay un sol,
un día, una tarde,
se esconde junto
al hierro sin aviso.
Jugar es cosa de
adentro, no de plaza,
y a nadie se le
antoja el infinito,
que está en el
mar, en el nombre, en la bahía,
en todo el viento,
y también, en todo el frío.
En un domingo de
bosque y costa espesa,
l a l i b e r t a d una rama de lenga
quiebra
con la ilusión de
salir y no encontrarse
con el blanco, el
gris y la tristeza.
La isla para el
niño es una cárcel
con gaviotas,
nutrias y orcas muertas,
un exilio, un
castigo, una venganza,
que
en el sur de estos pies dejó su huella.