hojas demoradas
poesías & papelillos
jueves, 12 de enero de 2017
La luz no se corta como el papel
La luz no se corta como el papel
que está sobre la mesa
o en el piso, así desfigurado
como lo dejamos.
La luz no, ya no existe en esta casa
al menos por un rato, inestimable.
La luz no se corta como el papel
¿Y si lo hiciera?
¿Sería un trozo liviano como esta hoja?
¿Caería sobre el suelo
así sin hacer ruido? ¿Y ahí
distante de mis manos
se quedaría?
La natural, que igual se compra
entra ahora por la ventana
y se pierde
entre los muebles de la casa.
Nos ayuda a encontrar todas las partes
de papel trasfiguradas.
Entonces es verdad
que la muerte mora en lo oscuro
y con la luz viene la vida.
Los niños duermen su siesta,
nosotras barremos la sala.
Juntamos los envoltorios de caramelos,
los glasés, los diarios, las revistas.
El sol se va a apagar un día —decís
mirando afuera.
No vamos a estar. ¿O sí?
¿Y qué sería
si la luz no se cortase ya
ni siquiera como ahora, por un rato?
Nieve
La última vez que toqué la nieve
mis manos recibieron las partículas
minúsculas de aquella otra
que alguna vez odié.
Una bola de nieve es como una bola de cristal:
puedo ver a través las calles blancas
las piernas enterradas hasta la rodilla
los techos cubiertos, las ramas vencidas
las huellas cimbreantes, barrosas
de los autos y camiones.
Puedo ver también las tardes
de juego en casa:
la danza en el living
el montaje en la escalera
mamá que teje y toma mates y nos mira.
Una soledad plomiza entra por las ventanas,
papá está lejos, en el campo
imprime sobre esta misma nieve
la rúbrica de sus borcegos.
La nutria que cuidamos está en mis brazos,
caliente el cuerpo se hincha y retorna,
nos mira hasta que se duerme y la nevisca
se funde con las voces de Sui Generis.
Mis manos aclimatadas se acoplan al fuelle,
la última vez que toqué la nieve
eché en falta ese pelaje denso
por sentirlo otra vez dejé
que me quemara el frío.
mis manos recibieron las partículas
minúsculas de aquella otra
que alguna vez odié.
Una bola de nieve es como una bola de cristal:
puedo ver a través las calles blancas
las piernas enterradas hasta la rodilla
los techos cubiertos, las ramas vencidas
las huellas cimbreantes, barrosas
de los autos y camiones.
Puedo ver también las tardes
de juego en casa:
la danza en el living
el montaje en la escalera
mamá que teje y toma mates y nos mira.
Una soledad plomiza entra por las ventanas,
papá está lejos, en el campo
imprime sobre esta misma nieve
la rúbrica de sus borcegos.
La nutria que cuidamos está en mis brazos,
caliente el cuerpo se hincha y retorna,
nos mira hasta que se duerme y la nevisca
se funde con las voces de Sui Generis.
Mis manos aclimatadas se acoplan al fuelle,
la última vez que toqué la nieve
eché en falta ese pelaje denso
por sentirlo otra vez dejé
que me quemara el frío.
sábado, 20 de febrero de 2016
A orillas nomás
El tren se frenó en Cerbère
y el maquinista recorrió los vagones pitando el descenso.
Tres horas de espera entre las rocas
un pueblo menudo
a orillas nomás del Mediterráneo.
Subimos con las valijas una calle empinada
sorteamos escaleras, cercas, un patio.
A nuestro paso, constante, el mar del medio asfixia
de tan amplio
—crece, gira, se abre más
no cabe toda el agua en estos ojos y la sal
que respiro con las tripas.
¿No surcan ya los mitos esas olas,
no abordan la península de bloques blancos?
Quizá cruzando el puente de los arcos
entre nosotros, los mil habitantes, los autos
aquellas casas de colores y persianas bajas.
El olvido se entreteje con los nombres y dan
las seis de la tarde.
Se me hace lúgubre, esplendoroso
el Hotel Belvédère du Rayon Vert arriba
como un barco decó
del Mediterráneo.
Más allá, al norte
está el molino rojo, los museos, las calles circulares,
el Sena inmenso y esa vista que brilla
y es tan hermosa
desde cualquier parte.
Estancia
Mi casa es otro cuerpo
y yo aprendo de su respiración
de su descanso, de su trabajo
mientras la habito.
El ruido de los órganos que se acomodan
el pitido del lavarropas, la cortina
golpeando el marco de aluminio,
el hielo de la heladera
y su crack —mi casa tiene ritmo.
Funciona mecánicamente en paralelo
a las corridas tempestuosas sobre la escalera,
a las bisagras y los golpes de la madera,
la urgencia del baño y el llamado
del horno y la comida.
Encastra
su engranaje a nuestra estancia
al flujo constante de vida, mirá
cómo se agita cuando abrimos la ventana
y entran con el viento
revoltijos de hojas; así
dejémosla ligeramente abierta
por unas horas, todo cuerpo
precisa del reposo.
Arañas
Esa inmunda costumbre
de pegar los pelos como madejas
en los azulejos de la ducha.
Cuando estoy sin lentes
son arañas inmóviles que entretejen
el agua que cae desde mis pechos hasta mi pubis
—áspera se me hace. No me gusta
que me miren mientras me baño.
jueves, 19 de noviembre de 2015
Reflejo anatómico (o el castillo de Kukulcán)
La serpiente se levanta en lo alto
tensa, más allá hay algo.
El último grito fue de furia
desde el inicio se supieron
las contradicciones.
Ahora baja por un lado
todo el cuerpo hasta
el pie de una pirámide en la selva
que ya no se puede escalar.
A toda velocidad
la cabeza guía —solo
cuando llega la orden
se aplaca.
Cae
no rebota
resplandece
no avanza.
Es un mar de sangre
riega la tierra.
Sangre sí, burbujas
de aire se abren como poros
piel que se une a otra piel
retorna, júbilo y calma,
otra vez comienza el ciclo.
jueves, 12 de noviembre de 2015
Serie Menuco
I
Ser cisne, horadar el lago
con patas como sierras
las alas en alto.
No ver más allá de lo
inmenso
de un oleaje calmo.
Poca gente en las rocas,
tomando el sol
apaciguándose.
Ser lago, sostén de pechos
con plumas, de muelle
rozar la roca
rasante del paisaje.
Ser todo, llenar la vista
mirar
estando en cada lado.
II
Hay una aldea de nubes
sobre el lago
se pierde en lo profundo
cuanto más intento alcanzarla.
Un palacio espumoso
algodonado
con torres que simulan
unirse cielo y agua.
Habitan truchas hambrientas
el reflejo moviente
moscas que zumban, tábanos
gritos de pájaros que no veo.
Hipnótica me vuelvo
al agua dulce
al son del nado.
III
Tienta
el agua arrugando el fondo
de arena y musgo,
caminamos hasta las grutas
bordeando riscos, la arcilla
pega sus partes a la suela
—llovió y cuesta
andar el tramo
entre las vides.
Acá el aire se respira
como vez primera:
baja en espiral por dentro
redime el cuerpo
ya no escucho
el ruido opaco de esa ciudad.
Solo es el agua
solo es estar.
IV
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas
—y rojo, marrón, azul turquesa,
un mojón acá nomás, los cisnes
de blancos, tan verdes.
Vos te sentás sobre las rocas,
lagartijas verdes que se escapan,
mirás las bardas lejanas y eso que se va,
hermana mía, te prometo
va a volver
hoy te crecieron alas.
Que te quiero, pequeña,
verde amor, verdes ansias
un camino abierto entre las espinadas plantas
el agua que gorjea a tu paso, hermana
ya lo sé
hoy no alcanzan los abrazos
pero la naturaleza sabia
te dona verde más verde
y todo el mañana.
V
Primera luz
de la mañana
oigo las
voces, contrapunto en la cocina,
las
rebanadas de pan van al horno
y en la mesa
pesan dulces y manteca.
Por la
ventana un azul dorado
invita a
errar entre las piedras
todo el
costado
musgoso del
lago.
Llegamos cuando niñas
de la tierra
más austral, del fuego
más lejano.
Las flores
se abrieron
antes de las
manzanas, de los duraznos
y este paseo
por los cerros
colorados
atrae la
memoria de ese hogar nuevo
ya tan
nuestro.
La edad no
importa en este viaje
te sigo como
tantas veces,
me guía tu
rastro. Donde hay espinas
ponés cuidado —no me olvido de
ponés cuidado —no me olvido de
que me
cargaste hasta casa
con un pie
atravesado por los alpatacos.
En la saliente más roja nos sentamos
las gemelas
que no somos
entregan su
reflejo
al agua, al
presente ileso,
hombro con
hombro
nos
quedamos.
VI
La tierra
partida reseca
se levanta
como corteza vieja —la tierra
también
cambia de piel.
Los lados
desprendiéndose ahí
donde me
gusta pisarlos
y que su cruuckk se haga polvo, los lados
que me
devuelven
a las calles
sin asfalto, las cunetas
al barro cubierto
de hielo y los patines,
cuchilla que
se debe manejar con cuidado.
La tierra
partida bajo el sol
se levanta
como recuerdo —esta mañana
la tierra
también cambia de piel.
miércoles, 26 de agosto de 2015
Todo lo que podría decirte
Buenos Aires,
26 de agosto de 2014
13:15 h
Querido Julio:
Aunque suene
excesivamente formal, armado, como de fantasía, y hasta banal, no podría comenzar
a escribirte de otra manera. Y es que, pese a que no nos conocimos, me resulta imposible no
quererte. Debería incluso decir: “nos resulta imposible”, en esto todos los que
participamos en tu homenaje, coincidimos. Sí, homenaje, Julio. Estamos en
agosto, en 2014, y si el almanaque no miente como el tiempo, se cumple un
centenario de tu nacimiento. Recuerdo, ahora que aparecen las cifras, “Policronías”:
Es increíble pensar que hace doce años
cumplí cincuenta, nada menos.
¿Cómo podía ser tan viejo
hace doce años?
Hoy cumplís 100 desde
quién sabe dónde y estás tan presente entre nosotros como cuando escribiste ese
poema.
A decir verdad, otra
cosa que me resulta imposible es no escuchar tu voz en este momento. Ese tono
rasposo que viene de lejos, que “recae como si nunca antes” cada vez que te
recuerdo, cada vez que te leo, y más ahora, que estuve escuchando algunas
entrevistas que te hicieron allá hace tiempo, en México, París, España…
Hace unos años,
recorriendo librerías de usados en Rosario, encontré un CD con tu rostro en la
tapa (Cortázar lee a Cortázar), y supe que te habías grabado, reafirmando esa
“tentativa de contacto” con el lector a la que hacías constantemente referencia.
Te escuché por primera vez en mi cuartito de calle Balcarce. Por el ventanal
que daba a un diminuto patio enmohecido entraban los rayos escuálidos de un sol
de invierno, como el de hoy, y tu voz flotaba sobre las sábanas revueltas de mi
cama y la pila de trabajos por corregir. En ese entonces, trabajaba como
profesora, y cada vez que podía agregaba alguno de tus textos a la
planificación. Al placer de leerte ligaba el placer de compartirte, nada como
un amor tan poco egoísta. Y fue tu magia de nuevo, como la de aquella primera
vez que te leí a solas, cuando encontré Un
tal Lucas entre las cosas que mis viejos acumulaban en la pieza del patio. Estaba
en una caja, junto con otros títulos —olvidables todos— y cuando leí tu nombre
le pregunté a mi papá, mitad sorprendida y la otra mitad —la más grande— contenta:
“¡Julio Cortázar! ¿De quién es este libro?” En la segunda página tenía escrito
con lapicera azul “Para mamá. Aixa Omar RG 020282”. Yo había leído sobre vos en
un manual de lengua de la biblioteca, no podía creer que un libro tuyo
estuviera abandonado en el cuarto del fondo. Acepté desilusionada la respuesta:
“Se lo regalé a tu mamá cuando pedíamos libros por catálogo en la isla, pero
ninguno de los dos lo entendió”.
“Ahora que se va poniendo
viejo se da cuenta de que no es fácil matarla. Ser una hidra es fácil pero
matarla no, porque si bien hay que matar a la hidra cortándole sus numerosas
cabezas (de siete a nueve según los autores o bestiarios consultables), es
preciso dejarle por lo menos una, puesto que la hidra es el mismo Lucas y lo
que él quisiera es salir de la hidra pero quedarse en Lucas, pasar de lo poli a
lo unicéfalo”.
¡Cómo deliré con este
primer párrafo, Julio! Corrí a buscar el Larousse para saber qué eran la hidra
y los bestiarios, ¿qué era un unicéfalo? Creo que lo leí unas siete veces y
seguí sin entenderlo —a los 12 años ignoraba muchas cosas—, pero lo amé, te amé
profundamente. Entenderte vendría por añadidura, como tus libros a mi
biblioteca.
16:45 h
Mirá, encontré este
textito en uno de mis cuadernos:
“Desde la cocina veo
a Cortázar, podría aceptar un café o una ginebra si no fuera un Cortázar de
pintura asfáltica que mi suegra plasmó sobre paspartú, una cabeza de Cortázar
pose Facio que pego en todas las paredes de todos los escritorios que armo en
cada nuevo departamento que alquilo. Mientras revuelvo el soufflé de
zapallitos, imagino que él está realmente acá, en este antro de Congreso; que
pasa la puerta y se sienta en una de las sillas de madera, la única sin almohadón;
que mira por la ventana, las palomas en los cables enmarañados, la plaza, el
Senado… que no aguanta sentado y se acerca a la ventana para prender un
Gauloise, como Oliveira, y soplando el humo hacia el centro mismo del vacío, me
confiesa: “tengo tantas ganas de escribir que prefiero no pensarlo porque tengo
otras cosas que hacer”; así, de la nada, como si nos conociéramos de toda la
vida. Y entonces yo lo acompaño a hacer las otras cosas con la ilusión de estar
en el momento en que se terminen todas y él se siente a escribir, y yo también,
palabras, risas, vino mediante”.
El capítulo 82 de Rayuela comienza con una pregunta: “¿Por
qué escribo esto?” Pienso. Por un segundo me engaña el sentido, me confundo, y
escribo que para tu centenario, pero entonces retrocedo, me instalo en la
reescritura y desde esa islita que se mueve, que navega, me explico —porque
primero hay que decirse las cosas a uno mismo— que porque así lo siento. Podría
haberme internado en los pasajes de tus cuentos, pasar de la noche (boca
arriba) a una mañana de primavera en el acuario; regodearme en lo fantástico,
en lo audaz, en lo boom de tu
literatura y lo transgresor de tu lenguaje. Pero, Julio, ¿por qué hablar de
vos, si puedo, en un arrojo de pietismo radical, hablarte a vos? Retomar tus
palabras, colarme en tu cadena epistolar, en tu serie, enajenada hasta un punto modestamente babélico y colgar la conciencia allí donde colgué mi
ropa al acostarme.
Hablarte, Julio, porque a mí también se me escapan
algunas partes y es entre las palabras que logro recuperarme, y porque, como
alguna vez le escribiste a Felisberto en una carta que poco tenía de carta,
como esta…: “A mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme
en nada”, lo cual está muy bien, querido Julio, porque todo lo que podría
decirte si nos viéramos es, simplemente, GRACIAS.
Te quiere,
Aixa Rava
lunes, 3 de agosto de 2015
Sedal
Busco un espejo habitable que supere
las fronteras sudadas de mi cuerpo, la
costumbre justificante de la imagen repetida
arterias, pelos, piel, el resplandor del sol,
los libros, el cubo en el que calza
mi vida.
Necesito el espejo, un ombligo
desplazado de sí, de este desastre,
un sedal al tiempo imperturbable —habitable, quiero repetir
y que se entienda: presiona mi mano su perfil
y se hace agua. Pasás como un pez, no es espejismo
espera detrás un placer casi real.
Una troupe de imágenes impresionante:
quetzales, torcazas, colibríes,
en montes, volcanes, nubes que bajan
cada cual con los resortes de su propio desequilibrio
ahí
creamos una hermosa edición de nuestro mundo.
Del polvo amarillento al verde más apetecible,
de los pechos desnudos al cuarzo sepia del pubis.
Quiero hacerte mío, mundo,
bamboleo de partes, mío
venado triste, recuerdo, pupilas,
hacerte mío como un tiro en el momento del sueño,
como ese extraño pensamiento de suicidio,
como un hallazgo en mis venas —sin que me importe nada
como una huida.
las fronteras sudadas de mi cuerpo, la
costumbre justificante de la imagen repetida
arterias, pelos, piel, el resplandor del sol,
los libros, el cubo en el que calza
mi vida.
Necesito el espejo, un ombligo
desplazado de sí, de este desastre,
un sedal al tiempo imperturbable —habitable, quiero repetir
y que se entienda: presiona mi mano su perfil
y se hace agua. Pasás como un pez, no es espejismo
espera detrás un placer casi real.
Una troupe de imágenes impresionante:
quetzales, torcazas, colibríes,
en montes, volcanes, nubes que bajan
cada cual con los resortes de su propio desequilibrio
ahí
creamos una hermosa edición de nuestro mundo.
Del polvo amarillento al verde más apetecible,
de los pechos desnudos al cuarzo sepia del pubis.
Quiero hacerte mío, mundo,
bamboleo de partes, mío
venado triste, recuerdo, pupilas,
hacerte mío como un tiro en el momento del sueño,
como ese extraño pensamiento de suicidio,
como un hallazgo en mis venas —sin que me importe nada
como una huida.
Número
Tus palabras más lindas
las pesé —mi locura es innata, sí
y quien conquista el deseo se adueña del tiempo.
Hay que culpar a ese domingo índigo
al agua de los ojos, que tintineaba de amor,
al estilo desenfadado y ese dejarse estar
en un lugar incierto.
—No hay nada más que hacer — mis deseos suelen cumplirse
cuando los números aparecen
y sin tu abrazo, podría morirme en el rincón
llena de maravilloso aire tangible
de infinidad de vos, toda llena de nocturnidad
y mala intención. Pero no,
seguí caminando por vicio
sin desmayo ni tregua. Me gusta
no tener 18.
En dosis pequeñas
Empezar así a desaparecer.
Una complicación que se disgrega
por la fascia, invisible y silenciosa,
motivos que sobran, ideas
que se aniquilan unas a otras.
Empezar así a desaparecer:
vómitos como granos de café
heces con aspecto alquitranado
sudor excesivo —inflamación
de todas las partes del cuerpo.
Los síntomas están, son todos
de la misma enfermedad.
Empezar así a desaparecer,
en dosis pequeñas de dos por día,
después de cuatro
de seis
de ocho
de diez.
La tolerancia se adquiere tarde
como la sabiduría.
miércoles, 19 de noviembre de 2014
Ya sé
En el fondo hay un vacío que supongo
tiene límites.
Todo tiene límites
pienso
también los tiene el vacío
aunque en el pecho se sienta enorme
interminable.
Desde el vacío que a veces
imita la saturación del algodón
se elevan lunas plateadas
renacuajos, dos anguilas.
Un estanque este vacío que me llega
en oleadas rugosas
vibrantes
un estanque con vida propia
se ancla en las manos
en los nudillos fragua derrames
de sangre, ahora lo veo
tornado— ya sé
domingo, 2 de noviembre de 2014
El origen
La forma de la vela cede al capricho
posibilidades de construcción casi infinitas.
La llama vuelca su cuerpo
una vez hacia un lado o hacia el otro
sin consentir la ruta del pabilo.
Entonces el derrame del lago
que estuvo reteniéndose en la cúspide
recorre la ladera, la esculpe, la transforma.
La llena de cordones y en el pie
da origen a una meseta o una montaña.
Así imaginó Dios el mundo,
recreándose a sí mismo
casi constante, así lo quiso,
hasta que cedió él también a su capricho
y creó al hombre.
lunes, 13 de octubre de 2014
Todo es esto
Sigo adelante pasada la primera vuelta.
Nonstop. Embalada, corriendo
como cuando se está a gusto
y se sigue por diversión
porque viene bien y no querés que se termine.
Entonces doblás, te acercás al borde,
le trazás un doble a la saliente,
cambiás de rumbo como de zapatos.
Superás las cinco vueltas y no
no se termina.
Sólo por momentos, vuelve la recta,
atina a quedarse pero es
tan aburrida.
Las curvas son grandes
se extienden
se pronuncian y consumen
más espacio.
Pero el camino es el que se elige
el experimento
la prueba constante.
El momento que se dilata como la curva —sin error.
miércoles, 1 de octubre de 2014
El rastro
Me quedé
en esa llamada —etapa de la niña
il ritornello,
mirando el árbol
subiéndolo
reptándolo
uniéndolo al tiempo.
En el instante último encontré
el bucle infinito de los recuerdos
como un gusano que una y otra vez
pisa el rastro de sí mismo.
Así, toda la tarde
después de que te fuiste.
El té de las sananas
Radio flexible
brillante y amarillo
se estira y rebota
—un bucle sobre tu carita
que mira detrás de la barrera.
Lo volvés a estirar
y lo enredás tras una oreja;
ahora tu mano se mete entre los barrotes
—querés
la taza de Rainbow Brite.
No te acordás, Tatung
—lo que sabés te lo contaron—
que yo servía el té
de las sananas
schhhu, súca
schhhu,
zitrone
y vos mirabas desde abajo
al otro lado de la escalera.
Pusiste la taza azul junto a la roja,
la blanca y la verde en el otro extremo
y a mí la rabia
se me atascó en el cuello,
una serie sin fundamento
y otra vuelta a tus ojos
inmensos
todos de agua.
Pero shhhhh,
¿súca?
Mejor así, que sea recuerdo.martes, 30 de septiembre de 2014
Hace mucho que no
Cuesta mantener la
línea
rectitud. Eso al principio,
incomoda.
Se va achicando el camino,
no hay margen para cortar
cada vez menos
—otra incomodidad la del fin.
Más finito se hace despacio
y a tiempo, puedo cortarme las uñas
o el dedo, queda poco
la tijera es demasiado grande para tan poco.
Hace mucho que no corto papel.
Hace mucho que no corto nada.
lunes, 14 de julio de 2014
Barda
No escucho más que la voz
del viento,
la veo quebrar
instantes como frutos secos.
El valle —un infierno verde—
nos hunde en este desierto
y son dos
los cauces que irrigan tu perfil bermejo.
Yo corrí esa piel muchas veces,
me enredé entre alpatacos
y le di mi carne a las espinas.
Pisé —y resbalé
tus piedras sueltas
y el hueso de algún cocodrilo
enraizado en tu vientre.
Desde el mirador, junto al canal de la ciudad
y la avenida, vi extenderse el campo de golf
—otra conquista
sobre tu parte
dormida.
Me sentí libre en
tus venas
—creo que también
me sentí presa
y me fui antes de
morderte más las uñas,
un
intento voraz
de
escaparle a la locura.miércoles, 18 de junio de 2014
Un faro sin mar
Me estaba esperando en la galería
como todas las tardes de sol en las que no había viento, que eran pocas. Cuando
éramos vecinas, le tocaba el timbre todos los días para charlar un rato; pero
desde que Jorge había muerto y su familia la había dejado en esta residencia,
la visitaba dos o tres veces por semana. Le gustaba sentarse en las sillas
blancas del juego de jardín de hierro que estaba del lado izquierdo de la
galería, decía que le recordaban a las que había en la chacra de su familia.
—Ay, qué susto me diste, querida,
¿hace mucho que llegaste? Aquella rama se va a caer en cualquier momento.
Tenía la mirada inquieta y, por
momentos, parecía que se perdía, que se iba.
—No, recién —contesté y miré hacia el
sauce. En efecto, el extremo de una gran rama estaba a centímetros del piso,
era un peligro—. Le voy a avisar a Clarisa antes de irme— concluí, mientras me
servía un poco de té.
Luisa no tomaba mate, tampoco café,
era de las meriendas rituales con infusiones en hebras y dos cucharaditas de
miel espesa. Comía poco, casi nada, pero tomaba té todo el día, aunque solo cuando
yo venía preparaba todo su juego de porcelana sobre la bandeja de madera
tallada que Jorge le había hecho para uno de sus aniversarios. Era lo único que
había podido rescatar de su casa, todo lo demás se lo habían vendido sus
sobrinas. Luisa y Jorge no tenían hijos.
—Sí, Clarisa está con muchas cosas
siempre, no puede ocuparse de todo. Pero fijate que bajás acá nomás y ya se te
entierran los pies. A mí me da miedo caminar así, ¿mirá si hay un pozo y me
caigo?
Me hablaba a mí, claro, pero no me
miraba. Seguía con la vista perdida entre el sauce y el muro, como si estuviera
metida entre los recuerdos, vagando en una grieta del tiempo.
—No, Luisa, pero acá qué pozos va a
haber, si se ve todo lisito el patio. Igual le vamos a decir a Clarisa lo del
pasto, pero pozos acá no hay, no piense en eso. Mire, le traje un almohadón
nuevo para poner en la silla. Ese que usa está todo aplastado y le hace mal a
las lumbares, este está bien gordito y tiene un dibujo que estoy segura de que
le va a gustar.
Saqué el almohadón de la bolsa y se
lo alcancé por arriba de la mesa. Las manos de Luisa eran pequeñas y delgadas, muy
suaves. A pesar de sus 84 años, no tenían manchas y sus arrugas eran muy poco
profundas; al lado de mis manos —gruesas, grandes y usualmente torpes— las
suyas se veían preciosas. Tomó el almohadón como si tomara una nube, lo apoyó
sobre sus piernas y se quedó contemplando el dibujo con la boca entreabierta.
Cuando iba a preguntarle si le gustaba, comenzó a soltar las palabras como corre
el agua en las acequias cuando se inicia el riego entre los frutales:
—Éramos muy jóvenes Jorge y yo cuando
nos conocimos, te había contado, y los dos soñábamos con viajar. Pero en ese
entonces no podíamos, teníamos que trabajar. Él fabricaba muebles con su papá,
y yo cosía y bordaba por encargo, como mi mamá y mis hermanas. ¿Sabés cuál era
la pasión de Jorge? Porque él siempre hablaba del tenis y las maratones, pero
lo que más le gustaba eran los faros. —Apartó la vista nuevamente para mirar el
rincón al fondo del patio y sonrió a medias antes de seguir. —Cuando nos
casamos, decidimos que todos los años íbamos a visitar un faro distinto, así
recorreríamos el mundo, conociendo faros. El primero que visitamos fue el Les
Éclaireurs, en una islita ínfima en el canal de Beagle. Jorge tenía alma de
isleño. Aunque era amable con todos y siempre estaba de buen humor, él decía
que su lugar estaba en una isla así, solitaria, con un faro y el oleaje
golpeando las rocas, “ritmo al que se puede tallar la madera”, decía. Pero a mí
me gustaba la ciudad, la gente, la casita de barrio… Era linda nuestra casa y
el barrio…
Bajó la vista hacia el almohadón y
pasó suave la mano sobre el bordado de los árboles y el río. Era la primera vez
que Luisa hablaba del barrio y de su casa, siempre hablaba de los muebles y de
que se los habían vendido todos. Siempre llorábamos por los muebles, y por
Jorge.
—El segundo faro que conocimos fue el
del Cabo de Santa María, en Uruguay, durante unas vacaciones que pasamos en La
Paloma con ese amigo tenista que teníamos. Después pasamos a los de Italia, esa
vez que viajamos con la idea de vender los muebles allá. Jorge tenía primos
carpinteros también, ahí por la Toscana, pero ninguno tallaba como él. Ay, ese
viaje, lo que caminamos y subimos y bajamos, me canso de solo acordarme. Pero
en ese momento no nos importaba nada, teníamos tantas ganas de conocer el mundo.
Estuvimos como dos meses y conocimos muchos lugares y muchos faros. El de Livorno
me acuerdo, era todo de piedra y estaba sobre unas murallas que parecían de
cuento medieval. Al final nos volvimos porque el papá de Jorge se enfermó y él
era el único que se podía encargar del negocio acá. Después pasaron muchos años
hasta que pudimos volver a viajar, y visitamos la Torre de Hércules, el
Finisterre y el Ortegal en Coruña, y el Formentor también, y tantos otros…
Había empezado a correr una leve
brisa. Unas nubes poco densas cruzaban el cielo, Luisa miraba el muro otra vez.
De repente, sus ojos brillaron como si hubiesen descubierto algo, pero la
brisa, más fuerte esta vez, se llevó el brillo y lo perdió en el temblor del
pasto. Estaba alto, era cierto, pero pozos seguro que no había. La voz de Luisa
volvió a enlazarse con la corriente de sus memorias:
—Un día Jorge se apareció en la
ventana de la cocina. Yo estaba cortando unas zanahorias, tenía la ventana
enfrente, a la altura de mi cabeza. Me pegué un susto terrible, pensé que un
pájaro había chocado contra el vidrio, pero lo vi a él con la gorra ladeada,
todo lleno de aserrín y con un diario en la mano. Me mostraba una foto chiquitita
que entre las hojas de la Santa Rita yo no alcanzaba a ver bien. Así que dejé
todo y salí. Estaba eufórico, me dijo: “mirá, un faro sin mar, ¡en Bolivia!”, y
leyó: “El Faro de Conchupata es el orgullo orureño
desde el 7 de noviembre de 1851, porque en este histórico lugar se izó por
primera vez la bandera tricolor boliviana… Tenemos que ir, Luisita, ese es un
faro fuera de serie”. Yo no entendí nunca qué sentido tenía hacer un faro que
no cumpliera la función de faro, pero le dije que sí, porque a mí me seguía
gustando viajar y a Bolivia todavía no habíamos ido. Y viste cómo son las
cosas, nena, uno nunca sabe para dónde te va a llevar la vida. Ya entonces no
éramos tan pibes. Uno no se da cuenta, pasa un año y otro y otro, y cuando te
querés acordar…
El silencio nos ganó por un rato. Se
estaba poniendo fresco y la brisa, ya constante y arenada, comenzaba a picar
los ojos. Le propuse a Luisa que entráramos y preparáramos otra tetera. Seguro
que Clarisa ya había vuelto de hacer las compras, al menos alguien comería
estas masas, a ella sí que le gustaba comer.
Luisa me miró complaciente, me
alcanzó el almohadón para que se lo llevara adentro y cuando estaba a punto de
levantarse, volvió la vista hacia el muro y su sonrisa no pudo ser más hermosa.
—Mirá, ahí está otra vez —dijo, invitándome a
que me acercara adonde estaba— ahí se forma de nuevo, a como da la luz lo ves o
no lo ves, tan pequeñito…— Su mano se extendió hacia el rincón lejano del patio
al que había estado mirando toda la tarde. Entre la rama extenuada del sauce y
los ladrillos desiguales del muro, aparecía una grieta tan profunda que en el
extremo superior se abría en un agujero y dejaba ver el césped seco y amarillo
del otro lado. Según se asomara el sol entre las nubes y vibraran sus rayos
sobre el pasto que se mecía con la brisa, el agujero parecía una luz intermitente
y todo el recorrido de la fractura tomaba la forma fugaz de un pequeño faro. sábado, 7 de junio de 2014
Corazón de aire
Mamá hace pan
como yo dibujo con crayones la pared
—así de fácil
como mi hermano ríe
desde la cuna cuando la ve
—así de natural
como si fuera panadera
y no maestra.
Gira la masa,
la dobla sobre sí misma,
engendra un corazón de aire
y lo presiona
con la intensidad de una caricia.
La mesada se templa para recibir la harina,
dan ganas de acostarse encima
con la panza desnuda
—la tibieza del pan se huele cinco horas
antes.
Mamá hace panes trenzados,
como varas, como hogazas,
con cruces o rayitas,
panes integrales,
de leche, con semillas
y agua de azahar para las Fiestas.
Nunca le salen igual —eso ya es regla—
“a ojo” siempre dice
y todo, todo le queda tan rico.
Cuando los bollos están
engordando bajo el repasador
y se renueva la advertencia de no entrar
a la cocina, yo le voy avisando a mi estómago
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